jueves, 20 de diciembre de 2012

Condición Chotística


Soy lo que se dice una persona CHOTA.
Si. Y con el tiempo mi Cualidad Chotística  (CCH) se va asentando, perfeccionando, puliendo hasta hacerse grande, poco sutil y cada vez más y más violenta.
La culpa, tiempo atrás, hacia que la CCH se viera minimizada. Hasta llegué a pensar que era buena persona en una oportunidad. Después me di cuenta que no. Que la CCH nunca se va, se nace con ella, se vive con ella y se muere con ella en estado agigantado.
Cumpleaños, aniversarios, festejos varios, llamadas para ver cómo se encuentre otro... Fuera todo eso. Ya no llamo para los cumpleaños, me limito a un mensaje de texto o a través del Facebuc. Confieso que las nuevas maneras de vinculación personal han ayudado a que mi CCH encuentre un nicho en donde mantenerse caliente en invierno y encuentre aire fresco en verano.
Sin principios, sin amorosidad, con nada de intenciones de quedar bien, sin lindos gestos, sin forzar, sin ganas de agradar. Es que uno (yo por lo menos) ha luchado taaanto por agradar que llega un momento de la vida en que le importa todo un cuerno.
Las personas importantes cada vez son menos, las prioridades cambian, los esfuerzos se canalizan hacia objetivos más personales. Y así se va destruyendo lo construido y construyendo algo nuevo o no. Distinto.
Frases tales como “me acompañas a…”, “deberíamos llamar a para ver cómo está pirula”, “no tenés ganas de…?”, etc, etc, me deprimen. Me dan sueño. Me dan ganas de suspirar y dormir una siesta eterna.
Ni hablar de los planes inesperados. Que te caigan de sorpresa para saludarte puede ser la peor aberración a la que puedan someterme. Si me venis a ver avísame, mándame una carta antes, dame tiempo para que me mentalice, déjame pensar cómo voy a ocupar mi mente en ese rato, cómo voy a sonreírte o a malhumorarme.
Ahora tengo una vecina. Una señora vecina mayor. De esas que hace años (34 para ser exactos) vive en el barrio. Reposera en la vereda se conoce a todos, habla con todos, saluda a todos y parece ser que vio crecer y hasta dio asilo a los hijos pequeños de los vecinos. El otro día me dijo: “más vale que vos me la dejes”. Hablaba de Adela. Yo le dije: “Siii”, con una sonrisa enorme mientras que en lo único que pensaba era en que la migas que tenia en la boca no se dispararan hacia adelante por alguna respiración rápida y terminaran estampadas en mi frente.
Intento que no me agarre. Pero mi puerta está justo frente a la de ella. Si por lo menos viera un poquito menos, si una leve catarata le nublara los ojos pero no, pareciera que me huele. Doblo la esquina y ya la tengo parada adelante mirándome con esa cara de asesina, la cara chata y los ojos gigantes y las migas en la boca. Y yo que siempre me estoy meando!!! Que necesito llegar rápido para tirarme panza arriba. Ella se pone adelante y no me deja pasar, cuando quiero avanzar me pone una manito en el hombro y me dice cualquier cosa como si lo que me contara fuera un secreto.
Volviendo al tema de la nena. ¿Cómo pretendía esa señora que le deje a mi hija? Ni yo la conozco todavía…. Se la voy a  dar a ella?  Ya hay que armarle planes a la criatura? Qué aberración la buena vecindad!!  Porque tiene su lado agradable, hasta navideño, de duende y hadas pero en el fondo esconde un lado oscuro, terrible. La presión y el control.
Puedo esconderme de la gente, de hecho lo hago con bastante frecuencia pero de un vecino cómo se esconde uno?. Ellos acechan, espían, controlan los horarios de entrada y salida, miran si está el auto, si se ven sombras adentro de la casa, si hay movimientos. Y aparecen, apoyan sus manitas formando una especie de triángulo sin base en el vidrio y te intentan ver. Ponen caras de preocupados, de hambrientos, sudan y dan la vuelta a toda la casa buscando indicios de presencia.
Y claro, ante tanta insistencia te ven. Te encuentran y sino vuelven al rato cuando alguna señal les indica que uno ya uno está en casa.
Asumámoslo, la gente no me agrada. Soy una persona que en la jerga del buen ser humano se denomina CHOTA.
Y si… es lo que hay.

viernes, 23 de noviembre de 2012


Hoy es un día festivo.
Hoy  cumple años un HOMBRE GRANDE.
Alto. Apenas ancho. Grandote. Ocupando más espacio que el que normalmente ocupa una persona de medidas normales.
Me pregunto con qué estará festejando y cuando empiezo a listar deja de ser importante en ese mismo instante la pregunta. Festeje con lo que festeje se trata de un festejo al fin. ¿Qué importa con lo que se festeje cuando se está haciendo eso?
El HOMBRE GRANDE ya no puede hablarme o yo no puedo escucharlo como antes, ni verlo aparecer a cada rato en el visor del celular, ni cortarle abruptamente tras un gesto de “qué pesado”. Pero sé que el HOMBRE GRANDE me escucha y ve. Sé que se burla con esa sonrisa grande y contagiosa de las cosas que estoy pensando. De la importancia del signo de la niña, del caos de la cachorra, del tormento felino, de mi lucha machista contra un mundo que no entiendo, mis contradicciones, los cambios, las marchas, las inflaciones, la Inercia y su jugada final.
Si hasta me lo imagino. Inclinándose para atrás y largando su carcajada eterna. Mirándome con sus ojos grandes y saltones color pasto. Infinitamente me sonríe y ahora entiende más y mejor cómo es mi vida, como es esa que se le presentaba extraña pero tan conocida.  Ahora que me puede ver mejor me lee, me ve entera, sin máscaras y entiende por qué justifico o no algunas cosas. Ahora puede decirse que el HOMBRE GRANDE termina de conocerme.
El HOMBRE GRANDE quizás esté preocupado porque no va a poder tenerla en sus brazos pero sabe perfectamente que me encargaré de que ella lo sienta como si él pudiera rociarla con su respiración y mirarla a los ojos y explicarle lo que le tocó en suerte y hablarle de la madre y de lo qué renegó con ella y malcriarla y darle el auto y prepararle los mismos tragos que me dio en su momento.
El HOMBRE GRANDE no tendrá que ocuparse de esa preocupación porque si hay algo que el HOMBRE GRANDE dejó olvidado cuando se fue- o no tanto - es a él mismo y la necesidad de quienes lo conocieron por narrarlo lo más vívidamente posible.
Y no es por nada, pero fui la vida del HOMBRE GRANDE y la NIÑA GRANDE será quien entienda lo que sucedía como nadie en el mundo. Será quien se encargue de continuar con esta generación de locos que festeja, festeja, festeja aún en la muerte cuando se presenta tan luminosa.
Por eso HOMBRE GRANDE, desde acá se festeja tu cumpleaños con el amor infinito de quien te lleva siempre –ahora doblemente- metido hasta en la médula.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Silencia


Pesan. Se caen sobre sí mismos. Pesan. Como si un titiritero jugara con ellos desde adentro de mi cerebro. Los ojos.
Jueves. Lluvia. Pero de esa lluvia en serio. La de verdad. La que hace que la gente no salga de sus casas o la que hace que quienes se arriesgan a salir se vean obligadas a hacerlo con paraguas, pilotos y botas de goma.
La lluvia y los ojos. Los ojos se desmayan involuntariamente sobre los mofletes humedecidos y se aburren.

Jueves. Lluvia. Sueño y aburrimiento. El dolor de espalda otra vez, como si enanos con cejas gruesas me clavaran sus aguijones (enanos con cejas gruesas con aguijones) en la parte inferior de mi atrás. Me paro cada tanto, estiro las piernas, arqueo levemente la espalda, suspiro, camino encorvada unos pasitos, doy una vuelta en U por el pasillo alfombrado, vuelvo y me siento y la repetición comienza de nuevo.
F5. Usuario y contraseña. Diario.com. Abro y cierro un Word. No sé que poner pero necesito poner algo para pasar el momento. Había una vez. Nada se me ocurre. La gente habla poco. Lo que dice no se entiende. Las palabras están dormidas también. Lengua y paladar dormidos con ganas de reposo.
Silencio. Silencia. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Suena un teléfono. No es el mío. El mío nunca suena. Gracias.
Todavía nada. Recién es el mediodía. Mi amiga no llegó a su trabajo. Se dilata la charla cotidiana. ¿Cómo estás? ¿Dormiste? ¿Donde estás? ¿Cómo te fue? ¿Y anoche? ¿Te vino? Dejá de drogarte. Llamá al abogado y terminá con esta historia.
Me voy a levantar. Las puntadas en la espalda otra vez.
Jueves. Lluvia. Sueño. Aburrimiento. Dolor de espalda. Ring.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Nadando en la mierda

Lo que me pasó ayer en el baño de un “lujoso” edificio me sirve para retratar lo que siento. No es que lo sienta hoy. No es una sensación que se me está revelando ahora, es algo con lo que vengo cargando hace mucho, muuuucho tiempo. Hoy siento que tengo que escribirlo, compartirlo, abrirlo, abatirlo, escupirlo, exorcizarlo. No es nuevo. Todo el mundo sabe que esto que pasa no es novedoso, que seguramente viene de años anteriores, de gestiones anteriores. Ya no se ilusiona uno con las mudanzas (LAS) y la esperanza de los nuevos aires. La misma mierda de siempre va a trasladarse, la mierda se muda, la mierda va ocupando boxes, apoya la tarjeta y pasa por el molinete o firma una planilla con su nombre para que después nadie la revise, sea en el microcentro o en Palermo Soho.
Esas mierdas tienen reuniones, hablan por los pasillos con las otras mierdas, algunas mierdas son más chicas otras más grandes, ambas especulan, miden tus capacidades por subjetividades, por tus amistades. Esas mierdas cobran sueldos y se sienten en el derecho de opinar sobre el trabajo de uno – que ni siquiera conocen.
Las mierdas pierden la memoria y de repente no te conocen más o les sonás de algún lado. Las mierdas viven para ensuciar a los que están limpios y por eso se lesionan, se enferman, se lastiman, porque hay veces que se tragan su propia mierda contaminada.
De tanta mierda que hay una ya no sabe con quien habla. Porque duda de la persona que está en frente, de ese de al lado. ¿Esto es una mierda o no es una mierda? ¿Qué busca esta mierda de mí? ¿Qué quiere? ¿Para qué quiere que tenga esta información? ¿Será verdad? ¿Me quiere poner su mierda encima?
Y así ensucian. Van por la vida ensuciando, hablando al pedo, juntando más material para alimentarse y como un cáncer se apoderan de todo.
Hoy ya no hablo de los que no hacen, de los que no pueden, de los más débiles, de los cobardes. Hoy hablo de esos más peligrosos, esos que sonríen pero que arman y desarman, tejen y destejen atrás tuyo su mundo de mierda.
Porque cuando las posibilidades de cambios aparecen esas mierdas salen, son como las cucarachitas, y se ponen a trabajar, impidiendo que las cosas sucedan de una manera más democrática, más transparentes, sin amiguismos.
Qué inocente me siento a veces... porque qué puedo esperar de una parte que conforma un todo también plagado de soretes.
Menos mal que la panza crece, que falta menos que antes y los pies me pesan más en el pasto que en la ciudad.
Igual me propongo no olvidar que la mierda ensucia la tapa de cualquier inodoro…

jueves, 1 de noviembre de 2012

El extraño fetiche de la teoría del transporte público




Tengo una tara especial, particular, increíblemente preferida, una especie de fectiche extraño que se ve vulnerado, “enlupado” por la situación actual del engorde gestacional.
Hablo del transporte público y sus códigos inviolables que se inscriben en la moral y la cordura de quienes lo usan diariamente. No hay leyes ni reglas plasmadas en algún estatuto. No hay memorándum ni decretos. Estamos sujetos a la buena voluntad, memoria física y predisposición de los señores pasajeros.
Esta informalidad genera un particular modo de vinculación, miradas, gestos, energías, desplazamientos, agarradas, manotasos, tonos de voz, que se instalan en dos grandes clasificaciones de conductas: las esperadas y las no esperadas. Léase en esperadas, también deseadas.
Estos fragilísimos códigos son quebrantados en más de una oportunidad, a modo de exsampel: vacaciones de inviernos en donde los cuerpos inexpertos de los niños sin códigos nos invaden con sus globos de colores y sus manos pegajosas, fines de semana en donde los clanes suben al transporte público y los jefes de esos clanes depositan a cada niño en cada asiento libre y se comunican (gritan) de asiento a asiento haciendo un uso casi privado del transporte (antes de naturaleza pública), los feriados en donde se conjugan los dos puntos anteriores y se suma que la parte del medio para atrás parece haber dejado de existir –sobretodo cuando no hay puerta trasera de descenso- y estamos todos colgados de los barrotes del medio (a los que no todos llegamos) en donde se reserva el lugar a las sillas de rueda – que para alivio del pasajero casi nunca suben- y, finalmente, los horarios “no pico” en donde los que viajan lo hacen por alguna casualidad extraña de la vida -turno de médico, cobro de jubilación, hora libre, toma de té con alguna amiga (…) - y no tienen la más puta idea de cómo se realiza la cuestión y cómo hay que relacionarse dentro y fuera. Porque ojo! el viaje empieza en la fila del colectivo o la columna del subte o viceversa.
El tema siempre me despertó un interés magnifico, en donde la pasión se apoderaba de mi, en donde la necesidad constante de reafirmar esas reglas tan primarias se volvía una debilidad que superaba mis límites.
Viajar en el transporte público se transformaba entonces en una vivencia a otro nivel. Se desarrollaba a niveles cívicos militares, espirituales, antropológicos, metafísicos.
Nada se me escapaba, los sentidos alertas, las manos dispuestas y los ojos abiertos, atentos a los posibles deslices de mis compañeros, los otros viajantes.
Las reglas, ahora, parecen haberse desestabilizado. En los tiempos que corren soy esclava de la solidaridad ajena. La espero y me sirvo de ella, pero ella escasea, porque la gente, aunque digamos a veces lo contrario, es jodida.
A medida que el vientre se hace más grande la dificultad para solicitar un asiento se vuelve menos vergonzosa. Sin embargo, todavía hay que darles un empujoncito con un “me darías el asiento, por favor?”
Las reacciones son varias. Caras de enojo, saltos culposos acompañados de un agudo “Ay, si…” y el desconcierto consecuencia del pensamiento “qué tendrá ésta que quiere mi apoya culo?”.
Pero todas estas formas tienen un común denominador, a veces más evidente, otras más disimulado. Puede hasta llegar tardío, cuando me estoy bajando, que es la miradita al centro de cuerpo para ver el tamaño de la panza, para verificar si se trata de “eso” mi pedido.
Forzoso trabajo me espera. Reformular las reglas internas del viajador del transporte público, diseminarla para que haya una sociedad más justa y pedir por un mundo más solidario (?).




Malditas similitudes mentales


Encuentro una engorrosa similitud entre la sala de espera del obstetra y la sala de espera de los casting. De esos casting de grandes productos e importantes marcas; de esos que cuando uno ve el comercial se encuentra con piernas largas de chicas lindas, con jóvenes con pieles de terciopelo blancas que succionan una botella con extraño erotismo. “Esa gente ha dormido
 junta”, se dice una mientras observa en silencio conteniendo los gestos, pero no. Se conocen de tanto verse o hacen que se conocen para hacerse los que se ven siempre, algo así. “Hola, hermosa, fuiste al de Pantennnn”, le dice la morocha alta a la pechugona de escote, también lata, mientras se sienta upa del muchacho rubio y alto. Y se besan casi sin tocarse. Y uno ahí, mirando con la inevitable cara de asco ese encuentro social y se siente una doña muy miserable y más petiza que el metro cincuenta y tres que es.
En forma parecida empiezan a caer las panzonas a la sala de espera. Todas sufridas, suspirando cual anciana con artrosis reumatoidea, como si en vez de un chico tuvieran unos hamster malvados que las devoran por dentro. El momento de socialización es con la recepcionista. Claro está que entre ellas lo que se respira es odio hormonal agravado por histeria femenina. Cuánto más se habla con la recepcionista más íntima de la sala de espera y más embarazada se está.
Y se retuercen, instalando el culo gordo en la silla, sillón, banqueta, esquinero, lo que sea y no las levantas hasta que el señor dios se asoma por la puerta y grita “Pirula” y ahí va Pirula, meneándose como rinoceronte a dos cuadras de la manada intentando alcanzarla.
Y se miran los vientres hinchados, hay una competencia que se desencadena interna, secreta, oculta y cuánto más grande la buzarda es, más rubia y más alta para el casting estás.
Y así parece ser no más… la ley de la selva, la lucha constante por sobrevivir en la jungla, en el casting, en el médico… Ni hablar de la lucha por el asiento en el transporte público. Otro tema.

Monovéstia



El ser humano. Maravilloso mono devenido en bestia. Sus costumbres, sus hábitos, sus placeres, sus gustos, sus necesidades, su dolencias, sus excusas, sus humores, sus estados de ánimos, sus disgustos, sus haraganerías, sus mentiras, sus hipocresías, sus calambres, sus estornudos, sus incontinencias, sus taras, sus resistencias, sus sinvergüenzadas, sus, sus, sus, sus…
Nacemos. Desgarramos orificios y ahí estamos aparcados (?) de cabeza, y de repente nos encontramos habitando, con otros seres humanos o monos bestias, el planeta tierra, el país, la provincia, la ciudad, el barrio que en suerte nos toque. Estamos rodeados de gente, otra gente igualita a nosotros, los recién llegados que, de a poco, vamos conociendo hasta que se convierten en: familia, amigos, compañeros, maestros, vecinos, conocidos, amigos de amigos, conocidos con derechos, amigos con limitaciones y todos los otros tipos de relaciones que puedan existir y los podemos nombrar e identificar como tales, como más o menos iguales a nosotros, más viejos o menos viejos que nosotros, más sabios o más brutos, más pelotudos o menos pelotudos, más responsables o menos responsables, más blancos o más negros, más peludos o menos peludos. 
Al principio, ni bien nacemos, después de la salida apretada por el agujero negro placentoso en el que nos encontrábamos todos contorsionados, por lo menos durante siete meses, una suave pelusa nos recubre el cuerpo. Somos suaves. Suaves de verdad. De esa suavidad que contagia la suavidad a la otra piel (de otro mono bestia) que la roza y se vuelve, por un instante, suave también. Olemos rico, como a talco de la abuelita que nos caía bien, como a perfumito suave algo cítrico, aún a pesar de cagarnos, mearnos y vomitarnos encima todo el día. 
Pasa el tiempo. Vamos cumpliendo con las obligaciones a las que nos llama la civilización moderna (necesitamos convertirnos en monos bestias). Asistimos al establecimiento educativo, vamos a alguna academia de inglés (siempre pedorra, no vaya a ser cosa que aprendamos!), nos mandan a hacer algún deporte - para que corramos(?) – como si no nos pudieran poner a correr en el patio o en el balcón ida y vuelta de una pared a la otra hasta que la gota gorda caiga de la sien y baje por el cuello. Y ahí, misión cumplida, ¡el nene perdió una caloría!
Vamos cumpliendo con los horarios, los almuerzos, las meriendas, los cumpleañitos, las bolsitas con caramelos, los imancitos de la heladera con rostros de niños que no conocemos (Señora!!!! Por qué supone que quiero que su criatura esté en mi cocina), los regalos de navidades, las comidas de navidades, los arroyados de navidad, el turrón de navidad, la navidad, las pascuas y los benditos huevos de chocolate que nadie jamás compraría fuera de temporada porque… porque son feos!!! Pero se comen con tal entusiasmo el domingo ese de la pascua! Toda la familia ahí, contemplando el huevo. EL HUEVO. Reunidos y convocados por esa gran bola ovalada negra de cacao desabrido. Si el huevo es grande mucho mejor! Todo lo que sea grande es mejor para el mono bestia. La torta más grande, el auto más grande, la billetera más grande, las tetas más grandes, la casa más grande, el sueldo más grande. Cuánto más grande es el huevo más grande es la familia y más felices son y más Golden Retriver tienen y más stickers de la japi family, y más cepillos de dientes, y más risas en la casa, y más niños corretean y…. 
Bueno. Crecemos a medida que hacemos estas cosas taaaan trascendentales. Y cuanto más grandes somos menos suavidad tenemos. A medida que crecemos la suavidad se empieza a ir, salen los pelos, las barbas en los hombres (ponele que sólo en los hombres) y los pelos en general en las nenitas –antes tan delicadas- pelos encarnados, cardos, que la raíz, que la no raíz, que la cera quema, que la cera mancha, que la maquinita eléctrica, que la pinza no me sirve, que los corta, que ya no hay pinzas como las de antes, que los suizos son lo más, que la afeitadora, que te los pone duros, que no aguanta nada, que es más cómodo, que es más higiénico, que el cavado con maquinita ni se te ocurra, después lo que pica, que las ladillas, que, que, que… que 

¿Y la suavidad? Para todo esto la suavidad se fue a la mierda. Ya no hay suavidad en ningún lado. A eso hay que sumarle los olores. Los pelos no vienen solos vienen con los olores. Ya no más talquito de la abuela que nos caía bien ni perfumito cítrico. Ahora tenemos que valernos de un botiquín que la posmodernidad tiene preparado para todo tipo de piel (menos mal): sensible, irascible, comestible, aplaudible, rebatible, ible, ible, ible, paralevante, para románticos, para gays, para adolescentes, para pre adolescentes, para post adolescentes, para gente con prótesis dental, para la maduritud (?).
El ser humano. Misterioso mono bestia que recorre largos trayectos para ir a su trabajo, renegar de su trabajo, volver a su casa para descansar de su trabajo para volver a ir, al día siguiente, otra vez a su trabajo y renegar de la rutina de su trabajo y su jefe y sus compañeros. 
Ser humano de costumbre, buenos modales, responsabilidades asumidas, trajes, carteras, zapatos de temporada, masajista, manicura, religiones, gestores, te de tilo, masas finas, ensalada, vianda laigt, capqueis (horrible) malteada y suvenires.
Mono bestia. 
Y yo que solamente quería contar que un mono bestia mujer de aproximadamente cincuenta años me miró la panza, el vientre con criatura en gestación, después de que le pedí el asiento y afirmó “Ay….. pero… pero…. estás de muy poco”. Mono bestia que escribe sonrió, ya sin culpas, y casi palmeándola le respondió: “pero estoy señora…. Qué se le va a  hacer”.